SOBRE EL MURO DE LA CALLE ALFONSO VIII DE LA CIUDAD DE CUENCA
Con el
transcurso de los días, desaparecidas la inquietud y conmoción primeras
derivadas de la ruina e ineludible derribo de este singular elemento urbano de
nuestra ciudad histórica, parece haber quedado este tema relegado a un segundo
plano en las preocupaciones de ciudadanos y autoridades municipales. Por su
estatuto, la Real
Academia Conquense de Artes y Letras se debe al estudio y
defensa del patrimonio cultural y artístico de la ciudad y provincia de Cuenca.
En consecuencia, aunque no ha sido consultada hasta ahora por las autoridades
municipales acerca del modo de enfocar la necesaria restauración de la brecha
urbanística producida en tan singular paraje, nuestra corporación quiere poner
de manifiesto unas cuantas ideas relativas a los proyectos presentados por el
Ayuntamiento a la consideración de los ciudadanos.
Las ciudades son, de suyo, elementos
sociales vivos, creados por acuerdo originario e iniciativa expresa para que
las personas vivan y convivan amparadas en ellos. Como sus habitantes, nacen,
padecen a lo largo del tiempo deterioros de muy diverso signo y, de forma
inexorable, se ven abocadas a desaparecer cuando por completo dejan de prestar
espacio físico a las diversas relaciones sociales, económicas o políticas que
las hicieron nacer.
Sólo cabe evocar aquí la primordial
misión defensiva y administrativa que recibió Cuenca en sus orígenes
medievales. Sobre el baluarte se definió la primera estructura y organización
del espacio. Vino luego un prometedor crecimiento económico, traducido en
simétricas magnitudes demográficas y urbanísticas que con ingenio supieron
asentar sus protagonistas en lo arriscado del sitio. Empobrecida y despoblada,
decayó después la ciudad, para llegar a los albores del siglo XX postrada del
todo. Arruinados los barrios de antaño y apenas expandida aún la ciudad baja,
la supervivencia de la alta quedaba entonces ligada sin alternativa a la mejora
en el tráfico interno. El acceso a la población había mejorado con la apertura
a finales del siglo XVIII de la calle Ancha –hoy de Palafox-, pero el eje
central que llevaba hasta la
Plaza Mayor desde el arranque de la calle de San Juan se veía
entorpecido por lo angosto de la vía, flanqueada de casas demasiado próximas,
encaramadas a los escalones tallados sobre la pendiente meridional del crestón
calcáreo.
Para franquear el tráfico de
vehículos y personas, decidieron las autoridades municipales de entonces expropiar y derribar las casas que en la
calle de Alfonso VIII confinaban con el barrio de Zapaterías y el Carmen. Se
ensanchó de manera notable el espacio viario y fue restañada de forma digna y
hasta casi monumental la tremenda herida infligida a aquella porción de
construcciones, eviscerada del caserío conquense como se diría con lenguaje del
siglo XIX. Tampoco eran aquellos tiempos de bonanza económica para Cuenca, pero
una excelente albañilería guiada por la prudencia en la visión urbanística
confirió a este tramo de la calle principal de la parte antigua su aspecto, sobrio
e imponente a la vez.
Tan sólo la luz de la arqueología
parece guiar hoy cualquier proyecto restaurador. A nadie se le debería ocultar
que la razón está en un mal entendido imperativo legal. Se explicaría así que
en dos de los proyectos ofrecidos a la consideración de la ciudadanía
conquense, antes de proceder a su hipotética ejecución, se proponga dejar
patente la roca viva antes oculta. No cabe duda de que en ella se observan unas
pocas huellas de las intervenciones urbanísticas realizadas quizá desde época
medieval y sería muy interesante el trazar de manera minuciosa y profesional
una cartografía del espacio que permitiera aclarar algo de cuanto la
documentación medieval y moderna de archivo arroja acerca del trazado viario de
la zona. No todo es, sin embargo, buscar referencias en las actuaciones
municipales de fines del siglo XIX o principios del XX buscando contrastar lo
que las prospecciones arqueológicas en superficie ponen de manifiesto. Esto es
muy simple, por más que justifique cualquier proyecto engrosando sin más su
volumen sin demasiado criterio. El análisis serio y fehaciente del pasado de
una ciudad histórica implica a los historiadores del arte, además de a los
arqueólogos, a los historiadores y a los geógrafos y cabría achacar a negligencia
no aunar los conocimientos que cada uno de ellos pudiesen aportar sumándolos a
los de los técnicos en arquitectura o urbanismo cuyos proyectos hayan de
ofrecer soluciones para mantener la herencia recibida.
Cabe aún añadir, quizá una obviedad,
que en materia de restauración y conservación de un monumento o un espacio,
como es el caso, cada intervención se produce también en el tiempo, fruto del
mismo, y termina por formar parte del objeto sometido a tratamiento. Las
actuaciones anteriores, al integrarse históricamente en tal objeto marcan y
determinan su futuro sin que puedan obviarse de manera displicente en aras de
una gratuita novedad difícil de explicar o justificar con solidez. No
proponemos que se dejen las cosas como estaban por conservadurismo inapelable,
ni invocando tampoco a cualquier género de inmovilismo estético. Reconstruir el
muro derribado tal cual era y sabemos gracias a sus imágenes fotográficas,
aunque sea la solución más cara, supondría reconocerse ahora en el respeto con
que, quizás excepcionalmente, supieron tratar a su ciudad los munícipes de hace
un siglo. No es un muro medieval, ya lo sabemos, se trata, ni más ni menos, que
de una solución adoptada en el pasado con suma dignidad y enorme economía de
medios. Tan sólo un criterio basado en el pintoresquismo frívolo querría
mostrar a propios y extraños una especie de paisaje urbano después de una
batalla. Las ciudades se componen básicamente de elementos constructivos de
diversa manera utilitarios, ya domésticos, ya monumentales. La nuestra se vio
sometida durante siglos a un proceso de decadencia y de ruina que abrió en ella
espacios vacíos sólo a tales luces comprensibles. Criterios higiénicos o de
modernización hubo también buscando mejorar la vida al vecindario y luego,
cuando no derrotismo y desidia miope, autoritarismo improvisado, justificado en
un tipismo que de puro lugareño se hace estrafalario.
Y aún así, sigue siendo bellísima la
ciudad de Cuenca y toda ella un libro abierto donde interpretar con ojo avisado
desde el pasado el presente, sabiéndose cada uno en su sitio y tiempo frente al
hacer de antaño. Háganse catas en buena hora. Cartografías arqueológicas que
nos informen, siquiera de forma tentativa e hipotética, acerca de cuantas huellas del pasado oculta el
subsuelo, pero no se deje gratuitamente al aire ninguna porción más del
esqueleto urbano. Una ciudad está hecha de casas y no tiene sentido por ello
anular lo arquitectónico para hacer emerger la geología bruta donde aquellas se
sustentan. Periclitó hace tiempo el criterio decimonónico de hacer exentos
edificios que nunca lo estuvieron ni fueron como tales concebidos para acentuar
una sobrevenida monumentalidad impensada por sus autores. Las ciudades se
estratifican, acumulan la huella de actuaciones promovidas por cada generación
al paso de los años y los siglos. Por poner un ejemplo cercano. El Alcázar de
Cuenca y su recinto amurallado sirve de sostén a las casas que fueron sobre él
construidas en tiempos de paz asentada. Fruto de un tiempo concreto, ¿son menos
legítimas por más modernas que la construcción a la que se adosaron?
Despreciarlas y destruirlas no dignifica al monumento anterior, antes lo
desarraiga del fluir de la historia, lo desconecta del uso y sentido que las
sucesivas generaciones le fueron otorgando sirviéndose de él para sus
necesidades. Las adiciones sufridas por un edificio con carácter monumental no
son sino nuevos testimonios del quehacer humano, la huella de la historia a la
que mirar con respeto ilustrado.
La legitimidad de la conservación de las ruinas radica en el juicio
histórico que merecen y se les otorga como testimonio del hacer humano. Las
novedades muy difícilmente dejan de ser agresivas y nuestros tiempos oscilan
entre el acomplejado conservadurismo a ultranza y una especie de adanismo
genialoide que se considera legitimado en sus ofertas de intervención, no por
minimalistas y acaso más económicas, -lamentable criterio de estos días
nuestros- menos agresivas.
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